Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
En las catequesis precedentes hemos tenido la
oportunidad de evidenciar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es
el cuerpo de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Pero cuando nos referimos
a la Iglesia, inmediatamente el pensamiento va a nuestras comunidades, a
nuestras parroquias, a nuestras diócesis, a las estructuras en las cuales
habitualmente nos reunimos y, obviamente, también a los componentes y a las
figuras más institucionales que la rigen, que la gobiernan. Esta es la realidad
visible de la Iglesia. Entonces debemos preguntarnos: ¿se trata de dos
cosas diversas o de la única Iglesia? Y, si es siempre la única Iglesia, ¿cómo
podemos entender la relación entre su realidad visible y aquella espiritual?
1. En primer
lugar, cuando hablamos de la realidad visible – hemos dicho que son dos, ¿no?
La realidad visible de la Iglesia, la que se ve, y la realidad espiritual.
Cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia, no debemos pensar
solamente al Papa, a los Obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y a todas
las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida
por los tantos hermanos y hermanas bautizados que en el mundo creen, esperan y
aman. Pero tantas veces escuchamos decir: “pero la Iglesia no hace esto, la
Iglesia no hace alguna otra cosa...” Pero dime: ¿quién es la Iglesia?
“Son los sacerdotes, los Obispos, el Papa”. ¡La Iglesia somos todos, todos,
todos nosotros! ¡Todos los bautizados somos la Iglesia, la Iglesia de
Jesús! Todos aquellos que siguen al Señor Jesús y que, en su nombre, se
hacen cercanos a los últimos y a los sufrientes, tratando de ofrecer un poco de
alivio, de consuelo y de paz. ¡Todos, todos los que hacen lo que el Señor nos
ha mandado, todos los que hacen eso son la Iglesia!
Comprendemos entonces que también la
realidad visible de la Iglesia no es mensurable, no es conocible en toda su
plenitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Tantas obras de
amor, tanta fidelidad en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos,
para llevarlos adelante, para transmitir la fe, tanto sufrimiento en los
enfermos que ofrecen su sufrimiento al Señor. ¡Esto no se puede medir! ¡Es tan
grande, tan grande! ¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a
través de nosotros, Cristo logra obrar en el corazón y en la vida de cada persona? Miren: también la
realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de
nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.
2. Para comprender
la relación en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y
aquella espiritual, no hay otro camino que mirar a Cristo, del cual la Iglesia
constituye el cuerpo y del cual ella es generada, en un acto de infinito amor.
También en Cristo, en efecto, en virtud del misterio de la Encarnación,
reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma
persona en modo admirable e indisoluble. Esto vale en modo análogo también para
la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana secunda plenamente aquella
divina y se pone a su servicio, en función del cumplimiento de la salvación,
así sucede en la Iglesia, por su realidad visible, con respecto a aquella
espiritual. Por lo tanto, también la Iglesia es un misterio en el cual lo que
no se ve es más importante de lo que se ve y puede ser reconocido sólo con los
ojos de la fe.
3. En el caso de la Iglesia, sin embargo, debemos
preguntarnos: ¿cómo puede la realidad visible ponerse al servicio de aquella
espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo: Cristo es el
modelo, es el modelo de la Iglesia porque la Iglesia es su Cuerpo. Es el modelo
de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no nos
equivocamos. En el Evangelio de Lucas se cuenta cómo Jesús, de vuelta en
Nazaret, - hemos oído esto - donde había crecido, entró en la sinagoga y
leyó, refiriéndose a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías, donde está
escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que
dé la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los
cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para
proclamar el año de gracias del Señor”.
He aquí cómo Cristo se sirvió de su
humanidad - porque también era hombre -, para anunciar y realizar el
diseño divino de redención y de salvación - porque era Dios -, así debe ser
también la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de todos nosotros
cristianos, la Iglesia es llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre,
comenzando por quien es pobre, por quien sufre y por quien es marginado, de
modo de continuar a hacer sentir sobre todos la mirada compasiva y
misericordiosa de Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, a
menudo como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos
lo somos, todos los tenemos. Todos somos pecadores, ¿todos eh? Ninguno de
nosotros puede decir: “yo no soy pecador”. Pero si alguno siente que no es
pecador, que levante la mano, ¿veamos cuántos? No se puede. Todos lo somos. Y
esta fragilidad, estos límites, éstos nuestros pecados, es justo que procuren
en nosotros un profundo pesar, sobre todo cuando nos damos mal ejemplo y nos
damos cuenta de convertirnos en motivo de escándalo. Pero cuántas veces hemos
oído, en el barrio: “aquella persona, está siempre en la Iglesia, pero habla
mal de todos, saca el cuero a todos”. Pero qué mal ejemplo, ¿eh? Hablar mal del
otro. Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. Y así nosotros
damos un mal ejemplo: “Eh, digamos, si éste o ésta es cristiano yo me hago
ateo”. Porque nuestro testimonio es lo que hace comprender lo que es ser
cristiano.
Pidamos no ser motivo de escándalo.
Pedimos entonces el don de la fe, para que podamos comprender cómo, no obstante
nuestra pequeñez y nuestra pobreza, el Señor nos ha hecho realmente instrumento
de gracia y signo visible de su amor por toda la humanidad. Podemos convertirnos
en un motivo de escándalo, sí. Pero también podemos convertirnos en motivo de
testimonio, ser testigos que con nuestra vida decimos: así quiere Jesús que
nosotros hagamos. Gracias.
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