¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino de catequesis
sobre la familia tocamos hoy directamente la belleza del matrimonio cristiano.
Esto no es simplemente una ceremonia que se hace en la iglesia, con las flores,
el vestido, las fotos... El matrimonio cristiano es un sacramento que tiene
lugar en la Iglesia, y que también hace la Iglesia, dando inicio a una nueva
comunidad familiar.
Es lo que el apóstol Pablo
resume en su célebre expresión: «Este es un gran misterio: y yo digo que se
refiere a Cristo y a la Iglesia». Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma
que el amor entre los cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia.
¡Una dignidad impensable! Pero en realidad está inscrita en el diseño creador
de Dios, y con la gracia de Cristo innumerables parejas cristianas, aún con sus
límites, sus pecados, lo han realizado.
San Pablo, hablando de la nueva
vida en Cristo, dice que los cristianos –todos— están llamados a amarse como
Cristo los ha amado, es decir, “sometidos los unos a los otros”, que significa
al servicio los unos de los otros. Y aquí introduce la analogía entre las
parejas marido-mujer y la de Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una
analogía imperfecta, pero debemos comprender el sentido espiritual que es
altísimo y revolucionario, y al mismo tiempo sencillo, a la mano de cada hombre
y mujer que se encomienda a la gracia de Dios.
El marido –dice Pablo— debe
amar a la mujer “como al propio cuerpo”; amarla como Cristo “ha amado a la
Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella”. ¿Pero maridos que estáis aquí
presentes, entendéis esto? Amar a la propia mujer como Cristo ama a la Iglesia.
¡Esto no es broma, es serio! El efecto de este radicalismo de la dedicación
pedida al hombre, por el amor y la dignidad de la mujer, sobre el ejemplo de
Cristo, debe haber sido enorme, en la misma comunidad cristiana.
Esta semilla de la novedad
evangélica, que restablece la reciprocidad originaria de la dedicación y del
respeto, ha madurado lentamente en la historia, pero al final ha prevalecido.
El sacramento del matrimonio es
un gran acto de fe y de amor: testimonia la valentía de creer en la belleza del
acto creador de Dios y de vivir ese amor que empuja para ir siempre más allá,
más allá de sí mismo y también más allá de la familia. La vocación cristiana a
amar sin reservas y sin medida es lo que está en la base también del libre
consentimiento que constituye el matrimonio.
La Iglesia está plenamente
implicada en la historia de cada matrimonio cristiano: se edifica en sus logros
y sufre en sus fracasos. Pero debemos interrogarnos con seriedad: ¿aceptamos
hasta el fondo, nosotros mismos, como creyentes y como pastores también, esta
unión indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia del
matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esta
responsabilidad, es decir, que todo matrimonio va en el camino del amor que
Cristo tiene a la Iglesia? ¡Esto es grande!
En esta profundidad del
misterio de criaturas, reconocido y restablecido en su pureza, se abre un
segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del matrimonio. La
decisión de “casarse en el Señor”, contiene también una dimensión misionera,
que significa tener en el corazón la disponibilidad para hacerse transmisor de
la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. De hecho, los esposos
cristianos participan en cuanto esposos a la misión de la Iglesia. ¡Y se
necesita valentía para eso, eh! Por esto cuando yo saludo a los recién casados,
digo: “¡He aquí los valientes!” Porque se necesita valentía para amarse así,
como Cristo ama a la Iglesia.
La celebración del sacramento
no puede dejar fuera esta corresponsabilidad de la vida familiar en lo
relacionado con la gran misión de amor de la Iglesia. Y así la vida de la
Iglesia se enriquece cada vez más de la belleza de esta alianza matrimonial,
como también se empobrece cada vez que es desfigurada. ¡La Iglesia, para
ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y de la esperanza, necesita
también de la valiente fidelidad de los esposos a la gracia del sacramento! El
pueblo de Dios necesita de su camino cotidiano en la fe, en el amor y en la
esperanza, con todas las alegría y las fatigas que este camino implica en un
matrimonio y en una familia.
La ruta está marcada así
siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para siempre. Cristo no
cesa de cuidar a la Iglesia, la ama siempre, la cuida siempre, como a sí mismo.
Cristo no cesa de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de
cualquier tipo. Es conmovedora y muy bonita esta irradiación de la fuerza y de
la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia.
Tiene razón san Pablo: ¡esto es precisamente un misterio grande! Hombres y
mujeres, lo bastante valientes como para llevar este tesoro en los vasos de
barro de nuestra humanidad, estos hombres y mujeres que son un recurso esencial
para la Iglesia, también para todo el mundo.
¡Dios les bendiga mil veces por
esto! Gracias.
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