miércoles, 11 de febrero de 2015

Qué esperar hoy de los sacerdotes




Lo mismo que esperó Jesús de Pedro y Andrés, de Santiago y Juan. El llamado de Jesús fue de lo más arbitrario, hablando humanamente. Los llamó sólo “porque sí”, con un amor de predilección que ellos mismos quizá nunca comprendieron. 

También hoy, los llamados por Cristo al sacerdocio ministerial no entendemos –hablo por mí y, creo también, por todos los sacerdotes– por qué se fijó en cada uno y lo eligió para una misión que rebasa toda talla humana. 

El sacerdote, según la carta a los hebreos, es uno “tomado de entre los hombres e instituido en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios, para ofrecer sacrificios y ofrendas por los pecados” (Hb 5, 1). Y añade con profundo realismo: “puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (Hb 5, 2).

San Juan Pablo II define la vocación sacerdotal como “don y misterio”. Don infinito, inmerecido, inexplicable; misterio de elección amorosa y respuesta temerosa, de fragilidad del hombre y fidelidad de Dios. La cruz y la gloria del sacerdote derivan de este misterio, de este encuentro de lo humano con lo divino en la médula de su propia esencia. 

Como todo ser humano, también el sacerdote lleva dos hombres dentro: el “hombre viejo”, herido por el pecado original e inclinado al mal; y el “hombre nuevo”, redimido por la gracia y, en su caso, revestido de poderes sobrenaturales por el sacramento. El uno es instigado por Satanás, que nunca deja en paz a un sacerdote; y el otro es inspirado y sostenido por el Espíritu Santo, dulce Huésped y Consuelo del alma sacerdotal. 

La cruz del sacerdote en parte le viene de fuera y en parte de dentro. Sus miserias y fragilidades lo limitan, lo restringen, lo hacen caer. El mundo y la sociedad también lo hacen sufrir: lo tientan, lo critican, lo desprecian; algunas veces lo persiguen y lo echan fuera. Mientras el demonio acecha de continuo su alma con la tentación más venenosa: la del desaliento.

Pero Dios es fiel. Le tiende la mano, lo levanta, le reitera su llamado. Le repite una y otra vez las palabras del salmista: “Yahveh lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote para siempre” (Sal 110, 4). Y también: “cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen; que Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo” (Sal 103, 13-14).

Cuando Jesús llamó a Pedro, Andrés, Santiago y Juan sabía muy bien de qué estaban hechos. Los Evangelios –que por eso mismo resultan más auténticos– no ocultan sus defectos, sus mezquindades, sus debilidades, sus aspiraciones mundanas, sus miedos, sus faltas de fe y su abandono de Cristo en la hora decisiva de la cruz. 

También hoy, Jesús sabe de qué están hechos los hombres que él llama al sacerdocio. Sabe de antemano que tendrán flaquezas, cansancios y caídas. Jesús advirtió a Pedro, como hoy a todo sacerdote: “Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 31). No le dijo: “para que no caigas”. Pedro de hecho cayó, lo traicionó. Pero su fe no desfalleció; se arrepintió. Jesús lo perdonó y le confirmó su llamado: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17).

¿Qué esperar hoy de los sacerdotes? Desde luego santidad, fidelidad y  generosidad en el desempeño de su ministerio. El mundo necesita sacerdotes santos. Lo que no cabe esperar es una santidad sin defectos, ni una fidelidad sin tropiezos ni una generosidad sin cansancios. Dios escogió hombres, no ángeles; unos más santos y otros menos; pero todos necesitados de la oración, el apoyo, la comprensión y, no pocas veces, el perdón de Dios y de las almas.

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