
Un motivo fuerte podría ser el deseo egoísta de la propia realización, buscada quizás incluso en la renuncia a otros bienes. Pero, en realidad, quien se prepara para consagrarse a Dios ha sido llamada a una misión de servicio que le exigirá olvido de sí y de los propios intereses. Más aún, el progreso en la formación, principalmente en la vida espiritual, está intrínsecamente ligado a un esfuerzo ascético que se contrapone a la tendencia egocéntrica a la autocomplacencia.
Ordinariamente, en un primer momento, la percepción de la vocación lleva en sí misma una carga motivacional emotiva bastante fuerte. La joven que se acerca a una actividad de tipo vocacional o que visita por algún tiempo una comunidad religiosa lo hace movida por un atractivo interior, por un impulso que la hará capaz, eventualmente, de romper con su vida pasada y de abrazar un nuevo estilo de vida. Todos podemos recordar y reflexionar sobre esa misteriosa gracia que recibimos que nos hizo capaces de dar los primeros pasos que nunca hubiéramos imaginado.
Para toda alma consagrada resulta provechoso recordar el momento en que percibió por primera vez la voz de Dios, para volver a sentir su atractivo. Pero esta fuerza emotiva inicial, que puede o no permanecer con el pasar del tiempo, no puede ser la motivación central y permanente de toda una vida. Los sentimientos van y vienen, aun los que acompañan profundas convicciones naturales o sobrenaturales.
Las motivaciones altruistas pueden también mover a una persona a emprender el seguimiento de Cristo: el interés por una formación integral para ayudar a la Iglesia en sus necesidades, la aspiración de servir a los demás con desinterés y donación sincera, la búsqueda rectamente motivada de la santidad personal... Son todos motivos válidos que pueden llegar a ser particularmente eficaces para algunas personas. Pero en definitiva, no podrán ser en sí mismos móviles suficientemente capaces de polarizar toda la existencia y de darle un sentido profundo y pleno.
Ordinariamente, en un primer momento, la percepción de la vocación lleva en sí misma una carga motivacional emotiva bastante fuerte. La joven que se acerca a una actividad de tipo vocacional o que visita por algún tiempo una comunidad religiosa lo hace movida por un atractivo interior, por un impulso que la hará capaz, eventualmente, de romper con su vida pasada y de abrazar un nuevo estilo de vida. Todos podemos recordar y reflexionar sobre esa misteriosa gracia que recibimos que nos hizo capaces de dar los primeros pasos que nunca hubiéramos imaginado.
Para toda alma consagrada resulta provechoso recordar el momento en que percibió por primera vez la voz de Dios, para volver a sentir su atractivo. Pero esta fuerza emotiva inicial, que puede o no permanecer con el pasar del tiempo, no puede ser la motivación central y permanente de toda una vida. Los sentimientos van y vienen, aun los que acompañan profundas convicciones naturales o sobrenaturales.
Las motivaciones altruistas pueden también mover a una persona a emprender el seguimiento de Cristo: el interés por una formación integral para ayudar a la Iglesia en sus necesidades, la aspiración de servir a los demás con desinterés y donación sincera, la búsqueda rectamente motivada de la santidad personal... Son todos motivos válidos que pueden llegar a ser particularmente eficaces para algunas personas. Pero en definitiva, no podrán ser en sí mismos móviles suficientemente capaces de polarizar toda la existencia y de darle un sentido profundo y pleno.
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