viernes, 17 de mayo de 2013

REFLEXIONES DE PENTECOSTÉS (II)


"Varones judíos, exclamó San Pedro, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y, prestad atención a mis palabras. No están éstos borrachos, como vosotros suponéís, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta Joel: «Y sucederá en los últimos días, di ce el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán». Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, lo alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, lo resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de Él: «Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro». David no hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de Israel, que Dios lo ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado".
Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en este gran día las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacia con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el prodigio inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.
El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?" ¡Admirable disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: "Haced penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesueristo, y también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa .y también a los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor".
San Pedro habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el último llamamiento a la salvación: "Salvaos, hijos de Israel, salvaos cíe esta generación perversa". En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina adopción. Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas.
No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo; en Pentecostés, el Espíritu Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario: por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.
Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan (8, 39) y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las Divinas Personas no es más que la consecuencia y manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el .seno de la divinidad. Así, pues, al Padre no lo envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo lo envía el Padre, porque Éste lo engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque Éste procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo Encarnado en la diestra de Dios, además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra.
No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y. el corazón de los fieles siguiesen al divino Ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras "el don de Dios"; Éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sicar: "Si conocieses el clon de Dios". Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones parciales. A partir de este momento, una inundación de fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que aceptarlo y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de San Pedro.
(Tomado del libró (le Dom Guéranger, "El año litúrgico")
 

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