En esta fiesta de Pentecostés, nuestra mirada se dirige instintivamente
hacia María, ahora más que nunca, "la llena
de gracia”. Podría parecer que después
de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada,
después de los tesoros de santidad que derramó en
Ella la presencia del Verbo Encarnado durante los nueve meses que
lo llevó en su seno, después de los socorros especiales
que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra
de la Redención, después de los favores con que Jesús
la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección,
el cielo había agotado la medida de los dones con que podía
enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los
planes eternos de Dios.
Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de Ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales éste, su tierno fruto. ¡Qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva, la verdadera "Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.
Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la Madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo " (Salmo 45); el Espíritu de Amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo", ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de Reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y Ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra.
La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, los guiará y los consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído, de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia Aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué les ha sucedido, después de la venida del Espíritu Santo, a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? Han sido transformados, pues un ardor divino los arrebata y dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo. Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su Maestro aparece clara ante sus inteligencias; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante estarán dispuestos a afrontar todos los peligros, predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como Él se los había mandado.
En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida, de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente los obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel.
Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno los oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud.
Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí que los mensajeros de Jesucristo están dispuestos para ir a predicar el Evangelio por todo el mundo.
Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: "Estos hombres, dicen, se han saturado de vino". Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar con las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo lo había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud lo vea y lo escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escucharemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier, idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la Nueva Ley.
Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de Ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales éste, su tierno fruto. ¡Qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva, la verdadera "Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.
Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la Madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo " (Salmo 45); el Espíritu de Amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo", ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de Reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y Ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra.
La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, los guiará y los consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído, de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia Aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué les ha sucedido, después de la venida del Espíritu Santo, a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? Han sido transformados, pues un ardor divino los arrebata y dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo. Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su Maestro aparece clara ante sus inteligencias; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante estarán dispuestos a afrontar todos los peligros, predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como Él se los había mandado.
En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida, de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente los obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel.
Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno los oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud.
Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí que los mensajeros de Jesucristo están dispuestos para ir a predicar el Evangelio por todo el mundo.
Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: "Estos hombres, dicen, se han saturado de vino". Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar con las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo lo había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud lo vea y lo escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escucharemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier, idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la Nueva Ley.

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