miércoles, 10 de mayo de 2017

Reflexión: "Las bodas de Caná"

Evangelio según san Juan 2, 1-11
Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino.» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga.»
Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete.» Así lo hicieron.

El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento.»
Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Reflexión
Caná estaba situada a poco más de una hora de camino de Nazaret. Allí se encontraba María. El interés que la Virgen muestra y su actividad en la boda señalan que no es una simple invitada. Es muy posible que los novios fueran parientes o al menos, amigos íntimos. San Juan la llama en el evangelio la madre de Jesús, nombre con que la veneraban los primeros cristianos. No se nombra a San José, lo que nos hace suponer que ya había muerto.
Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Y la Virgen, mientras colaboraba en los preparativos, recordaría su propia boda hacía ya unos buenos años atrás.
Llevaba meses sin ver a Jesús. Ahora lo encuentra allí, en Caná. El Señor acababa de llegar de Judea con sus discípulos.
Al final de la fiesta comenzó a faltar el vino. Esta bebida era uno de los ingredientes indispensables en el banquete de bodas. En las bodas judías una alegría desbordante. Los judíos, especialmente la gente sencilla, de ordinario no bebían vino, pero lo reservaban para las fiestas, sobre todo para las bodas.
La Virgen se dio cuenta enseguida de lo que pasaba. Los jarros ya no volvían llenos de la pequeña bodega. Pero estaba Jesús, su Hijo. Acababa de inaugurase públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que nadie. Con motivo del problema de la falta del vino surge el diálogo que escuchamos en el evangelio de hoy, que está lleno de interés. La madre de Jesús le dijo: no tienen vino. Pide, sin pedir. Expone una necesidad: no tienen vino.
Jesús le respondió con unas palabras algo misteriosas: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”. La llama Mujer, que encierra un gran respeto y cierta solemnidad y puede traducirse por Señora. La volverá a emplear Jesús en la cruz. Y a continuación utiliza un giro idiomático que es preciso interpretar en su propio contexto. Por debajo de las palabras existe un lenguaje oculto, de mutuo entendimiento, entre María y su Hijo, que nosotros apenas podemos descubrir a través del texto.
Y a continuación añade Jesús: Mi hora no ha llegado todavía. Jesús quiere indicar que aún no había llegado el momento de manifestar su poder divino al mundo mediante los milagros. María sabía, sin embargo, que, a pesar de todo, lo iba a mostrar; y de hecho lo muestra. Unos momentos antes no había llegado el momento, pero luego de la intervención de María, el momento llega...
En medio de una fiesta de Bodas, María pide a Jesús que haga un milagro de carácter casi familiar y doméstico. Y así llegó la hora.
En Nazaret no habían abundado los milagros. Los días habían transcurrido llenos de normalidad; los parientes que habían vivido a su lado no tenían la menor idea del poder de Jesús y les costó mucho convencerse de que no era un hombre como todos. En Nazaret, pocos creyeron en El. Ahora, la petición de su Madre, movida por el Espíritu Santo, pudo ser el comienzo de la hora de su Hijo. Ella nunca le había pedido nada extraordinario, por muy grande que fuera la necesidad: ni alimentos, ni ropa, ni salud. Si ahora se dirige a El debe ser porque se siente impulsada por el Espíritu Santo a hacerlo.
María conocía bien el corazón de su Hijo. Por eso, actuó como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: “Hagan todo lo que Él les diga”, les dice a los sirvientes.
San Juan, testigo del milagro, escribe que había allí seis tinajas de piedra cada una con capacidad de dos o tres metretas. No eran vasijas para vino sino para agua, para las purificaciones. La metreta correspondía a algo menos de 40 litros. Por lo tanto, cada uno de estos cántaros podrían contener entre 80 y 120 litros, y en total 480 a 720 litros entre las seis. El evangelio tiene interés en señalar el número y la capacidad de las vasijas para poner de manifiesto la generosidad del Señor, como hará también cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes, pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia de bienes. Estas vasijas habían quedado en gran parte vacías, pues las abluciones lugar al comienzo de los banquetes. Jesús mandó que las llenaran. Y San Juan nos dice que los sirvientes las llenaron hasta arriba.
Jesús se dirigió a ellos y les dijo: “Saquen ahora, y lleven al encargado del banquete”. Cuando el encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”.
Hubiera bastado un vino normal, o incluso peor al que se había ya servido, y muy probablemente hubiera sido suficiente una cantidad mucho menor. Pero el Señor siempre da con generosidad. Aquellos primeros discípulos, entre los que se encuentra San Juan, quedaron asombrados. El milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe, que recién comenzaba. Jesús los confirmó en su entrega, como hace siempre con los que le siguen.
“Hagan todo lo que Él les diga”. Estas son las últimas palabras de Nuestra Señora en el evangelio. No podían haber sido mejores. Después de contemplar este primer milagro de Jesús, pidamos a María que seamos siempre fieles en el cumplimiento del mensaje que ella nos deja: “Hagan todo lo que Él les diga”.

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