martes, 26 de enero de 2016

El mejor vino


Quien quiera hacer de su vida una fiesta continua; quien quiera que nunca le falte el vino de la alegría, haga siempre lo que Jesús le pida, por insípido o aburrido que parezca. Y hágalo con generosidad.


De niño acudí una vez a una representación teatral del colegio. Uno de los actores, para convencer a sus amigos de irse «de pinta a pistear» -como solían decir entonces los muchachos– exclamó: «El que vino al mundo y no toma vino, pues ¿a qué vino?». Aunque no muy ortodoxa la propuesta, la frase como tal no estaba tan descaminada. La vida también es fiesta. De hecho, Jesús utiliza como alegoría del cielo un banquete de bodas.
Jesús iba a fiestas. Juan recoge en su evangelio una de esas ocasiones. Precisamente, una boda en Galilea. El vino se acabó y, sin él, la fiesta amenazaba con acabar también. El vino simboliza la alegría. Una larga tradición bíblica y humana ha hecho del vino un ingrediente esencial no sólo de la fiesta sino también de la amistad, de la alianza, de la ofrenda y hasta de la religión.
En nuestra vida a veces escasea el vino. Baja la chispa y merma el entusiasmo. El carácter se nos vuelve seco y el modo, avinagrado. Es cierto que la vida no puede ser una fiesta permanente. También hay momentos que piden llanto. Pero ello no tiene porqué vaciar las reservas de alegría para los momentos que piden hacer fiesta.
El Evangelio dice que María, la Madre de Jesús, estaba también en la boda. Ella –al fin madre– no soportó ver a los recién casados en aquel primer apuro de su vida matrimonial. Le dijo a Jesús: «No tienen vino». La respuesta de Jesús habría desalentado a cualquiera. Las traducciones más matizadas dicen que Jesús respondió: «Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no llega mi hora». El texto griego original es más duro y seco: «Mujer, ¿a ti y a mí qué? Todavía no llega mi hora». Pero María, siguiendo desde entonces un inacallable impulso de intercesión maternal, no quiso saber de «horas o no horas» y dijo a los servidores: «Hagan lo que Él les diga». Ella ignoraba el modo como Jesús resolvería el problema; pero estaba segura de que algo haría, porque Ella se lo pedía. Daba así el fundamento de lo que pudiéramos llamar el primer dogma mariano: el de la «omnipotencia suplicante».
Jesús pidió a los sirvientes que llenaran unas tinajas de agua. No podría haber pensado un elemento más insípido y aburrido para alegrar una fiesta. Quizá más de algún sirviente pensó en su interior: «¿Qué le pasa a éste? ¡Si lo que falta es vino!». Pero obedecieron. Y obedecieron con generosidad: «llenaron las tinajas hasta el borde», dice el Evangelio. Y menos mal. La obediencia fue el requisito del milagro; la generosidad, de la abundancia.

Quien quiera hacer de su vida una fiesta continua; quien quiera que nunca le falte el vino de la alegría, haga siempre lo que Jesús le pida, por insípido o aburrido que parezca. Y hágalo con generosidad. Acudir a Misa, orar, trabajar con honestidad, cumplir los mandamientos y los deberes de estado, son todas cosas «muy aburridas» -o pueden parecerlo– para una humanidad ávida de sensaciones, de cosas prohibidas, de andanzas al borde de los precipicios. Pero bien sabemos, quizá ya por experiencia propia, que nada de esto da verdadera alegría. «Mil satisfacciones no hacen una felicidad», escribe Jacques Philippe. Quien, en cambio, llena su vida de «cosas aburridas», un buen día se da cuenta de que, casi sin percibirlo, es feliz. Porque el mejor vino de la vida no se obtiene de unos viñedos selectos o de unas uvas exquisitas; se obtiene del agua corriente de todos los días, siempre que expresa la obediencia generosa a cuanto Jesús nos pide.

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