«Dichosa tú, que has creído» (Lc 1, 45), dijo Isabel a María. Y dichosos todos los que, imitando a María, aceptan hoy con corazón de niño este don inestimable que abre las puertas de la auténtica alegría.
Por: Alejandro Ortega Trillo | Fuente: Catholic.net
Por: Alejandro Ortega Trillo | Fuente: Catholic.net
Es una de las palabras más cortas de la lengua castellana; apenas dos letras. Simple y delgada, como una clavija de acero inoxidable, pero que soporta la existencia de miles de millones de personas. Por ella han dado la vida muchos hombres y mujeres; incluso niños. De ella se han nutrido las vidas más plenas –las más santas–; y en ella han encontrado luz y consuelo las más desamparadas y perdidas.
«Dichosa tú, que has creído» (Lc 1, 45), dijo Isabel a María. Y dichosos todos los que, imitando a María, aceptan hoy con corazón de niño este don inestimable que abre las puertas de la auténtica alegría. Ya desde los albores del cristianismo, y mucho antes que Jesús predicara el Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas, quedó claro que la fe es condición necesaria de la felicidad.
Porque la fe precede todas las bienaventuranzas. O, por mejor decir, las resume todas. Sólo en ella la pobreza de espíritu se transforma en posesión, la misericordia en perdón, la pureza de corazón en visión, la mansedumbre en paz, el hambre y la sed de justicia en hartura.
Jesús, después de su resurrección, dirá a Tomás casi las mismas palabras que Isabel dijo a María: «Dichosos los que sin ver creen» (Jn 20, 29). «Dichosos…» ¿Está hablando Jesús de un premio futuro, en la vida eterna, para quienes acojan la fe en esta vida terrena? ¿O será más bien que la fe tiene una luz propia para verlo todo, interpretarlo y reaccionar de un modo que hace posible la felicidad ya en esta vida?
Parafraseando el evangelio, cabría decir hoy a todos los creyentes: «Dichoso tú, que has creído…», porque la fe no defrauda, si tiene por objeto a Dios. «Maldito el hombre que se fía del hombre», dice la Biblia (Jer 17, 5). El mayor drama de muchas personas hoy es no saber en quién poner su fe. No creen en Dios; no creen en la Iglesia; no creen en el gobierno; no creen en las instituciones sociales; no creen en los vecinos; y terminan por no creer ni siquiera en sí mismos. En cambio, cuando la fe en Dios resucita, el creer en los demás y en uno mismo resucita también, no de modo ingenuo o acrítico, pero sí de modo humano, fraterno, del único modo que permite que la vida sea vivible.
«Dichoso tú, que has creído…» porque la fe te dará también la fuerza para superar la adversidad. La vida es una caja de sorpresas. Basta mirar el propio recorrido en este año que termina. ¡Cuántas situaciones inesperadas! Muchas, seguramente, gratificantes y bellas; pero muchas también difíciles y dolorosas. Unas y otras, sólo bajo la luz de la fe pueden ser valoradas, digeridas y asimiladas. Porque la fe tiene una fuerza transformante sobre todo aquello que ilumina. La fe transforma el pasado en gratitud, el presente en valentía y el futuro en esperanza.
«Dichoso tú, que has creído…», porque la fe es una inteligencia que rebasa la razón humana; sin limitarla ni ofuscarla, la purifica y eleva. La fe no es «ilógica»; más bien es «a-lógica», porque obedece a una dialéctica superior, de un orden diferente al que sigue la lógica humana, tantas veces rastrera, horizontal, sin altura ni profundidad ni perspectiva. La fe abre horizontes nuevos y rutas transitables donde no había más que nubes oscuras y mares infranqueables.
«Dichoso tú, que has creído…», porque con tu fe reconoces, en definitiva, tu condición de creatura, no de Creador. La fe es un acto de humildad. Ella constituye el margen de maniobra que dejas a Dios en tu vida, cuando reconoces que no tienes el control de todo –en realidad, casi de nada–. Cuando dejas que Dios, con su Providencia, guíe tu vida según sus planes y proyectos. Este abandono proprio de la fe desemboca en una actitud de paz interior y de confianza en un Amor que vela por cada uno de nosotros y por la humanidad entera. Y donde hay paz y hay amor, ahí hay alegría.
Sí, «dichoso tú, que has creído…», como María, «porque se cumplirán todas las cosas que te fueron dichas de parte del Señor».
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