El autoconocimiento no es el fin de la vida humana, pero sí es el principio. No es el fin porque no estamos en este mundo para conocernos y menos aún para contemplarnos. El fin de la vida es uno solo –por eso se usa el singular: “el fin”-, aunque puede ser expresado de varias formas. Desde muy diversas instancias se ha dicho que el fin de la vida es llevar adelante un proyecto de vida, amar, realizarse como persona, ser feliz, cumplir con un proyecto de vida, etc. En todas estas formulaciones hay mucho de verdad, sin ser coincidentes, se solapan en gran parte y pueden ser aceptadas sin dificultad, pero cabe decir que el fin de la vida está en la entrega, y esto puede decirse en los dos sentidos de la palabra fin, como acabamiento y como finalidad. Hemos recibido la vida para darla. Y la daremos irremediablemente, queramos o no, de manera voluntaria o forzada, pero no se ha inventado la manera de retenerla a voluntad.
Desde la fe también debemos decir algo. La fe nos eleva en el modo de plantear las cosas y por ella sabemos que nuestro fin, y el de la creación entera, está en Dios. Con palabras de San Pablo, “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Act 17, 28) y hacia Él tendemos impulsados por nuestras ansias más profundas, ansias de existencia, de bien, de verdad, de belleza y de alegría. Entiéndase el fin desde una u otra perspectiva, con fe o sin fe, parece claro que el conocerse a sí mismo no se sitúa en el fin de la vida sino en el principio. Y esto es precisamente lo que hace que el autoconocimiento sea una cuestión clave de la vida personal. El conocimiento de uno mismo es imprescindible para moverse por la realidad. Quien a sí mismo se conoce poco o mal, difícilmente podrá emprender tareas o proyectos conformes con la realidad de su persona: se pondrá objetivos desajustados, alicortos o insuperables, lo cual es fuente segura de frustración y de tristeza. Y podemos decir aún más; el autoconocimiento es el primero de tres condicionamientos psicológicos para vivir una vida plenamente humana y que aparecen enganchados cada uno al siguiente, como eslabones de una cadena: autoconocimiento, autoposesión y autoentrega. Solo quien se conoce puede ser dueño de sí y solo quien sea dueño de su propia persona podrá hacer entrega responsable de ella.
En principio pudiera parecer que toda persona se conoce bien, pero esto es muy discutible y si es cierto, solo lo es en parte. La persona, cada persona, es un misterio, incluso para sí misma. No acabamos nunca de conocer bien y del todo nunca a nadie, ni siquiera cada uno a nuestro propio yo. Hay una experiencia muy común que viene a confirmar este hecho y son las muchas sorpresas que uno experimenta acerca de sí mismo. ¡Cuántas veces no nos habremos sorprendido –positiva o negativamente- de nuestras propias reacciones! «Es que ni sé de dónde saqué tales palabras», «este asunto me ha salido mejor de lo que esperaba», «cómo puede ser que yo contestara de aquella manera», «yo me creía incapaz, pero... ». Expresiones como estas indican que no siempre nos conocemos bien y que en multitud de ocasiones no actuamos de acuerdo con nuestras posibilidades reales, porque nos quedamos cortos cuando nos sobra capacidad o porque intentamos abarcar más de lo que podemos.
No nos conocemos bien porque conocerse no es lo mismo que identificarse. Desde pequeño uno sabe quién es, si es niño o niña, de quién es hijo, en dónde vive, etc. Pero esto no es conocerse. Conocerse, en sentido más hondo, es tener experiencia de sí mismo cuando se ha visto sometido a prueba, tanto si ha salido triunfante como si no la ha superado. Entonces es cuando uno puede conocer sus posibilidades y límites y siendo consciente de ellos, emprender algo con cierta dosis de garantía. ¿Cómo y dónde se aprende esto? Solo hay una manera, en y desde la relación con la totalidad de lo real, Dios, hombre y mundo; es decir, con las Personas Divinas, con las humanas y con el mundo no personal, lo que llamamos “las cosas”. Uno sabe cómo es y cuánto da de sí cuando tiene que moverse entre las cosas y las personas, cuando aprende a valorar los propios actos, cuando se da cuenta del efecto de sus palabras, cuando ve cómo reaccionan los demás ante su conducta, etc. Conocerse a sí mismo es, ya se ha dicho, un proceso largo, tanto como la vida misma, que hunde sus raíces en los mensajes que uno recibe en la infancia. Por esto importa mucho que estos mensajes sean claros, ciertos y afectuosos. Una persona empieza a conocerse gracias a la información que recibe acerca de sí misma. Uno sabe quién es y cómo es, al menos al principio, por lo que los demás le dicen. Por eso tiene un gran peso educativo el situar al niño ante la verdad de la propia persona, desde un afecto tierno, intenso y envolvente, de modo que no pueda dudar en ningún momento de que es alguien muy querido. Todo ello con una condición, y es que el cariño sea bien entendido por parte de los adultos. El cariño mal entendido lleva en demasiadas ocasiones a proyectar sobre los niños imágenes falsas de sí mismos. Por ejemplo: una cosa es hacerles llegar mensajes de afecto –que deben ser permanentes y reales- y otra cosa es regalar sus oídos tontamente diciéndoles que son los más listos o los más guapos. Hace unos años tal vez podría haberse aceptado -y con muchas reservas- que esto, si hubiera que permitírselo a alguien, se les podría permitir a los abuelos. Hoy ni siquiera a ellos, ya que, forzados por una situación social complicada, se ha generalizado la obligación de tantos y tantos abuelos de ejercer como padres de sustitución.
Decir a nuestros pequeños que son los mejores es una buena manera de cultivar su soberbia, que ya la llevan dentro, como humanos que son, y de inflar su vanidad orgullo, con riesgo de efectos desastrosos desde la infancia. Una cosa es reconocer sus virtudes y valorar los aciertos -que anima mucho y es un medio educativo estupendo- y otra maquillar sus errores o considerar como bueno lo que objetivamente está mal hecho. Una cosa es ser comprensivos cuando se comete un defecto y corregir con suavidad y discreción (siempre que se pueda, que no es siempre) y otra cosa es hacer la vista gorda ante sus malas acciones, e incluso reírlas como gracias. No podemos caer en el error del “qué más da” porque lo bien hecho y lo mal hecho no dan lo mismo.
Y todo esto ¿para qué sirve? Volvemos a insistir: para no andar descolocado en medio de la realidad. Para poder plantear la vida desde la verdad de sí mismo y así ser uno dueño de sus actos, que es la única manera de poder responder de ellos; es decir, de ser responsable. Con conocerse a sí mismo no basta, hace falta más, hay que conocer (tener experiencia de) cómo es Dios, cómo son los demás, y cuáles son las posibilidades y los límites de las cosas. Y todo esto no por curiosidad ni por afán de escrutar la realidad, sino para poder amarla y entregar la vida por lo que merezca la pena, según la vocación de cada uno, que ese sí es el fin que justifica la vida entera.
Todo esto debería servir para no tener que decir como confesó públicamente hace unos años el conocidísimo Martín Sheen, cuando una grave enfermedad le puso ante la verdad sí mismo y al filo de la propia muerte: “Estuve a punto de morir, tuve una crisis de conciencia y al mismo tiempo de identidad. No sabía ya quién era, a dónde me dirigía, no sabía ya nada (...) Estaba dividido por dentro”.
Gracias por tu atención. Que Dios te bendiga.
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