Nunca ha
sido fácil predicar el Evangelio. No lo fue para el mismo Cristo. No lo fue
para los primeros cristianos. No lo fue para tantos y tantos anunciadores del
pasado. No lo es tampoco en nuestro tiempo.
Existe, sin
embargo, el peligro de una predicación apagada, tranquila, hecha más para
tranquilizar a los oyentes que para ayudar a un encuentro auténtico con
Jesucristo.
Ese peligro
se produce cuando permitimos que la mentalidad del mundo nos domine. Entonces
dejamos de sentir el fuego del Evangelio en nuestras almas y nos preocupamos en
evitar críticas o reacciones negativas, en no incomodar a los oyentes.
Así, resulta
fácil encontrar homilías donde no se habla del pecado. O constatar que hay
sacerdotes y laicos que tienen miedo a denunciar la injusticia terrible que se
comete en cada aborto. O leer textos de grupos más o menos competentes en
catequesis que han eliminado conceptos como los de infierno, culpa, avaricia,
tibieza, lujuria y parecidos.
Hay quienes
piensan que de este modo atraerán a la gente a la Iglesia católica. Pero,
¿atrae la sal cuando se vuelve sosa? ¿Estimula una luz que no alumbra? ¿Es seguidor
de Cristo quien deja de lado por completo la idea de la cruz y la necesidad de
abnegarse cada día, quien olvida los deberes de caridad hacia los pobres, los
enfermos, los más necesitados?
Un
cristianismo descafeinado, anonido, tibio, no es cristianismo. Será, quizá, un
espejismo más o menos engañoso, pero no la fe en todo lo que realizó y predicó
el Hijo de Dios que vino al mundo para rescatar al hombre del pecado.
No existe
cristianismo sin contrastes porque no existe cristianismo sin cruz, sin sacrificio,
sin verdades que penetran más que una espada de doble filo (cf. Hb 4,12).
Sólo a través del mensaje auténtico, genuino, puro,
que viene de Cristo, el cristianismo llega a ser lo que quiso su Fundador: el
encuentro con el Camino que lleva a la Verdad y a la Vida, que nos saca de
nosotros mismos para invitarnos a acoger el Amor y a amar a Dios y a los
hermanos.
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