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El bautismo de Nuestro Señor Jesucristo |
Cuántas cosas quedaban atrás, en Nazaret. Habían
pasado para Cristo los largos momentos de oración, en la
montaña y en la casa, el aprendizaje reverente de
los Salmos, los Corridos de Israel, el trabajo duro y
viril en el taller de José, los gozosos momentos de
conversación con aquellos padres encantadores que Dios había puesto cerca
de él, con la ternura y la delicadeza de María,
sus cuidados por los enfermos y los pobres, y con
la reciedumbre de José, su fortaleza y su profunda alegría.
Pero ahora tendría que marcharse, y emprender un largo, largo
camino para encontrarse con todos los hombres y conducirlos a
la luz. La despedida fue tierna, pero llena de fe.
Jesús se arrodilló frente a su madre, pidió la
bendición como lo haría cada que salía de casa para
internarse en la oración. Y María se arrodilló ante Cristo
para ser bendecida por él, ahora que ya no le
tendría a su lado. Y así se marchó. Así comenzó
el sendero de luz y de esperanza para la humanidad.
Y Jesús encamina sus pasos en primer lugar, a un
encuentro muy especial. Por esos días había aparecido en las
márgenes del Río Jordán, un hombre muy especial, vestido de
una manera estrafalaria aún para sus contemporáneos, alimentado con los
escasos recursos del desierto, y predicando la necesidad de conversión
y un bautismo de penitencia y purificación. Eran grandes multitudes
las que se reunían en torno suyo. Anunciaba la llegada
inminente del Reino, y predicaba la cercanía del Altísimo,
pero como amenaza, como el fuego que purifica y como
la hoz que corta la mala hierba. En cambio Cristo
traía otro anuncio, también la llegada del Reino, pero como
luz, como liberación, como el Reino de la Salvación.
Podemos imaginarnos
la escena. Cristo formado en la fila de los pecadores,
él que no tenía pecado, pues desde su concepción,
fue santo y consagrado por el Padre. Formado en las
filas de una humanidad asediada constantemente por el pecado. Cuando
le llegó el turno, y Juan levantó los ojos hacia
él, hubo un momento de desconcierto. Juan se arrodilló
delante de Jesús, reconociendo que él debía ser bautizado por
Cristo, y Cristo se arrodilló ante Juan, pidiéndole que cumpliera
con el encargo que el Padre le había dado desde
su nacimiento, ser el precursor, el que lo daría a
conocer ya presente entre los hombres, como el Cordero de
Dios, el que quita el pecado del mundo.
Después del momento
de desconcierto, Juan se percata de su misión, comprende lo
que el Padre quiere realizar, y sumerge profundamente a Cristo
en las aguas del Jordán, para que éstas pudieran quedar
santificadas al contacto con el Salvador del mundo. Cristo sale
triunfante y victorioso de las aguas del Jordán, aunque su
propio bautismo vendría después, un bautismo de sangre en lo
alto del Calvario. Las aguas estarán listas desde entonces, para
purificar y santificar las conciencias de los hombres, haciéndoles de
paso el gran regalo, ¡ser hijos de Dios y serlo
para siempre!
Nada le añadió el bautismo de Juan a Cristo.
Pero era la ocasión propicia para que el Mesías comenzara
su verdadera misión entre los hombres. Anunciar el Reino a
todos los mortales.
Y a eso le ayudará la presencia
del Padre y la del Espíritu Santo. Apenas saliendo
Cristo de las aguas, en medio de todos los circundantes,
el Santo Espíritu de Dios se hace
presente, posándose en la persona de Cristo en forma de
paloma, al mismo tiempo que se formaba una nube
misteriosa y de entre ella una voz encantadora, la del
Padre de todos los cielos rebosante de complacencia amorosa, que
presenta a su Hijo: “ESTE ES MI HIJO AMADO, EN
QUIEN TENGO TODAS MIS COMPLACENCIAS. ESCÚCHENLO”.
Ahora sí, todo estaba
listo, el Padre y el Espíritu Santo, presentando al Amado,
al predilecto, al Enviado, al Misionero, al Salvador. Habrá que
escuchar al Salvador, como lo hizo María que escuchaba y
escuchaba, aunque no entendiera muchas cosas, pero todas las guardaba
en su corazón. Escuchar al Enviado, porque por nuestro propio
bautismo nosotros somos enviados, a nuestro mundo, a salvarlo por
él, siendo nosotros mismos salvados con él y en él.
Ahora nos toca decir como los Apóstoles que fueron interrogados
sobre el bautismo doloroso a que él tendría que someterse,
que sí podemos y sí queremos ser sus seguidores, sus
testigos, sus compañeros, sus enviados y sus mensajeros.
Gracias, Padre por
bautismo de tu Hijo, gracias Oh Espíritu Santo, por anidar
en nosotros como anidaste al Hijo de Dios en el
seno de María Santísima, y gracias a ti, amado Jesucristo,
porque en nuestro Bautismo hemos sido santificados y testigos de
la luz, testigos del Amor y testigos de la Paz.
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