SAN
JOAQUÍN
(Antiguo
Testamento)
Es
inútil buscar en la Sagrada Escritura una huella, siquiera fugaz, del abuelo
materno de Jesús. Las genealogías que San Mateo (1, 1) y San Lucas (3, 23)
incluyen en sus Evangelios dibujan a grandes rasgos el árbol genealógico de
Jesús, tomando por puntos de referencia los cabezas de familia, desde San José,
su padre legal, hasta Adán, pasando por David y Judá. La línea materna, en
cambio, queda silenciada. Ante este problema, y en la necesidad de dilucidar la
cuestión de la ascendencia de María, Padres de la Iglesia oriental tan
venerables como San Epifanio y San Juan Damasceno no tuvieron reparo en echar
mano de una añeja tradición en la que se contienen diversas noticias acerca de
los abuelos maternos de Jesús. Por otra parte, el hecho de que tantas veces
encontremos representaciones pictóricas y escultóricas alusivas a los primeros
años de María, quien aparece reclinada en los brazos de su madre, Santa Ana, y
a escenas de la vida pastoril de San Joaquín, a quien se presenta como padre de
María, lo mismo en mosaicos bizantinos del Monte Athos que en tablas de la
escuela valenciana o castellana, atestigua la raigambre y el favor de que ha
gozado en la cristiandad la piadosa tradición que hace a San Joaquín y Santa
Ana padres de María y abuelos de Jesús.
Dicha
tradición fue recopilada en la Edad Media por Jacobo de Vorágine y Vicente de
Beauvais, quienes se encargaron de difundirla por el Occidente, pero ya en el
siglo VI había sido aceptada oficialmente por la Iglesia oriental, refrendada
como estaba por escritos venerables, cuya antigüedad llega a remontar el siglo
II. En todos los datos que dicha tradición recoge acerca de la vida de San
Joaquín descansa un fondo de verosimilitud que no puede ser turbado por el carácter
apócrifo de los documentos escritos en que están contenidos. Pero ellos no
constituyen, naturalmente, un cimiento inconmovible, sobre el que se pueda
edificar históricamente la vida del augusto abuelo de Jesús, junto al nombre
comúnmente aceptado de Joaquín (que significa el hombre a quien Yahvé levanta), se encuentran otros más raros
como Cleofás, Jonachir y Sadoch, que
no son sino variantes sin importancia de los documentos escritos. Una curiosa
tradición retransmitida por los cruzados hace nacer a San Joaquín en Séforis,
pequeña ciudad de Galilea. Otros dicen que fue Nazaret su ciudad natal. San
Juan Damasceno dice que su padre se llamaba Barpanther. Según el Protoevangelio
de Santiago, apócrifo, que se remonta a las últimas décadas del siglo II en
su núcleo primitivo, contrajo matrimonio con Santa Ana a la edad de veinte años.
Pronto se trasladaron a Jerusalén, viviendo, al parecer, en una casa situada
cerca de la famosa piscina Probática. Gozaban ambos esposos de una vida
conyugal dichosa y de un desahogo económico que les permitía dar rienda suelta
a su generosidad para con Dios y a su liberalidad para con los prójimos.
Algunos documentos llegan incluso a decir que eran los más ricos del pueblo y
dan incluso una minuciosa relación de la distribución que hacía San Joaquín
de sus ganancias.
Sólo
una sombra eclipsaba su felicidad, y ésta era la falta de descendencia después
de largos años de matrimonio. Esta pena subió de punto al verse Joaquín
vejado públicamente una vez por un judío llamado Rubén al ir a ofrecer sus
dones al Templo. El motivo de tal vejación fue la nota de esterilidad, que
todos por entonces consideraban como señal de un castigo de Dios. Tal impacto
causó este incidente en el alma de San Joaquín, que inmediatamente se retiró
de su casa y se fue al desierto, en compañía de sus pastores y rebaños, para
ayunar y rogar a Dios que le concediera un vástago en su familia. Mientras
tanto Ana, su mujer, había quedado en casa, toda desconsolada y llorosa porque
a su condición de estéril se había añadido la desgracia de quedar viuda por
la súbita desaparición de su marido. Después de cuarenta días de ayuno Joaquín
recibió una visita de un ángel del Señor, trayéndole la buena nueva de que
su oración había sido oída y de que su mujer había concebido ya una niña,
cuya dignidad con el tiempo sobrepujaría a la de todas las mujeres y quien ya
desde pequeñita habría de vivir en el templo del Señor. Poco antes le había
sido notificado a Ana este mismo mensaje, diciéndosele, además, que su marido
Joaquín estaba ya de vuelta. Efectivamente, Joaquín, no bien repuesto de la
emoción, corrió presurosamente a su casa y vino a encontrar a su mujer junto a
la puerta Dorada de la ciudad, donde ésta había salido a esperarle.
Llegó
el fausto acontecimiento de la natividad de María, y Joaquín, para festejarlo,
dio un banquete a todos los principales de la ciudad. Durante él presentó su
hija a los sacerdotes, quienes la colmaron de bendiciones y de felices augurios.
Joaquín no echó en olvido las palabras del ángel relativas a la permanencia
de María en el Templo desde su más tierna edad, e hizo que, al llegar ésta a
los tres años, fuera presentada solemnemente en la casa de Dios. Y para que la
niña no sintiera tanto la separación de sus padres procuró Joaquín que fuera
acompañada por algunas doncellas, quienes la seguían con candelas encendidas.
Estos
son los detalles que la tradición cristiana nos ha transmitido acerca de la
vida de San Joaquín. Todos ligados, naturalmente, al nacimiento y primeros
pasos de María sobre la tierra. Si es verdad que buena parte de los referidos
episodios deben su inspiración a analogías con figuras del Antiguo Testamento
y al deseo de satisfacer nuestra curiosidad sobre la ascendencia humana de Jesús,
no lo es menos que todos, en conjunto, ofrecen una estampa amable y altamente
ejemplar del padre de la Virgen, que ha sido forjada por muchos años de tradición
y que goza del refrendo autorizado de la Iglesia.
AURELIO
DE SANTOS OTERO
(Antiguo
Testamento)
Empecemos
por afirmar que nada sabemos sobre la santa madre de la Virgen María, Nuestra
Señora. Nada rigurosamente histórico. Los cuatro, evangelios canónicos, con
su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María.
Ni siquiera sus nombres nos han transmitido.
Si
algo queremos saber acerca de ellos tendremos que acudir a los evangelios apócrifos,
ingenuos relatos urdidos por la imaginación fervorosa de los primeros
cristianos para completar con ellos los silencios de los evangelios canónicos.
En estos escritos —no reconocidos por la Iglesia como revelados— resulta difícil
entresacar la verdad del error, aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya
llegado hasta nosotros algún dato auténtico silenciado por los cuatro
evangelistas. Así, pues, con ingenua sencillez de niños, escuchemos lo que los
apócrifos nos han transmitido acerca de la santa mujer que mereció ser la
madre de Nuestra Señora y la abuela de Nuestro Señor.
Vivía
en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y temeroso de Dios
llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. A los veinte años había
tomado por esposa a Ana, de su misma tribu, la cual, al cabo de veinte años de
matrimonio, no le había dado descendencia alguna.
Joaquín
era muy generoso en sus ofrendas al Templo. Un día, al adelantarse para ofrecer
su sacrificio, un escriba llamado Rubén le cortó el paso diciéndole: "No
eres digno de presentar tus ofrendas por cuanto no has suscitado vástago alguno
en Israel".
Afligido
y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios le concediera
un hijo. Mientras tanto Ana se vestía de saco y cilicio para pedir a Dios la
misma gracia. No obstante, los sábados se ponía un vestido precioso por no
estar bien, en el día del Señor, vestir de penitencia. Estando así en oración
en su jardín suplicaba a Dios con estas palabras: "¡Oh Dios de nuestros
padres! Óyeme y bendíceme a mí a la manera que bendijiste el seno de Sara, dándole
como hijo a Isaac".
Al
decir estas palabras dirigió su mirada al árbol que tenía delante y, viendo
en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó amargamente y con
repetidos suspiros:
"¡Ay
de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del cielo, puesto que ellas son
fecundas en tu presencia, Señor."
La
humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto. Un ángel del
Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y a dar a luz, y que de
su prole se hablaría en todo el mundo. Nada más oír esto prometió Ana
ofrecerlo a Dios al instante. Al mismo tiempo Joaquín recibió idéntico
mensaje en el desierto, por lo cual, lleno de alegría, volvió al punto a
reunirse con su esposa.
Y
se le cumplió a Ana su tiempo y al mes, noveno alumbró. Cuando supo que había
dado a luz una niña, exclamó: "Mi alma ha sido hoy enaltecida." Y
puso a su hija por nombre Mariam.
Al
cumplir su primer año Joaquín dio un gran banquete presentando su hija a los
sacerdotes para que la bendijeran. Mientras tanto Ana, dando el pecho a la niña
en su habitación, componía un himno al Señor Dios diciendo: "Entonaré
un cántico al Señor mi Dios porque me ha visitado, ha apartado de mí el
oprobio de mis enemigos, y me ha dado un fruto santo. ¿Quién dará a los hijos
de Rubén la noticia de que Ana está amamantando? Oíd, oíd, las doce tribus
de Israel: "Ana está amamantando". Y, dejando la niña en su cuna,
salió y se puso a servir a los comensales.
Joaquín
quiso llevar a la niña al Templo del Señor para cumplir su promesa cuando la
pequeña cumplió dos años. Pero Ana respondió: "Esperemos todavía hasta
que cumpla los tres años, no sea que vaya a tener añoranza de nosotros".
Y Joaquín respondió: "Esperemos".
Por
fin a los tres años fue llevada la pequeña María al Templo, donde el
sacerdote la recibió con estas palabras: "El Señor ha engrandecido tu
nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti
su redención a los hijos de Israel". Y la hizo sentar sobre la tercera
grada del altar.
Y
sus padres regresaron, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la
niña no se había vuelto atrás.
Con
este heroico rasgo de desprendimiento los apócrifos cierran el capítulo
dedicado a los padres de la Virgen María. Después de dejar a su hija en el
Templo Ana se aleja silenciosamente y se esfuma para siempre. Su misión había
terminado.
Sin
duda, nosotros habríamos deseado saber algo más. Pero, aunque esbozada apenas,
es una encantadora y admirable figura de mujer la que se adivina en esos breves
trazos.
Una
mujer paciente y humilde. Durante veinte años Ana sufre sin queja la tremenda
humillación de la esterilidad. Cuando, por fin, su amargura se derrama en
presencia del Señor, sus quejas son tan suaves y humildes que inclinan al Señor
a escucharla. Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no le ha agriado. Es
todavía capaz de reconocer que todas las criaturas de Dios siguen siendo buenas
y la obra del Señor, perfecta; es ella únicamente la que parece desentonar en
este armonioso conjunto. Y —nótese ese detalle de una exquisita femineidad—
en honor del Señor, en su día, se viste de gala aunque su corazón esté
triste. Toda mujer sabrá apreciar lo que esto supone de delicado olvido de sí.
Una
mujer generosa. Pide para tener, a su vez, el gozo de dar. En cuanto tiene la
seguridad de haber sido escuchada, su primer pensamiento es devolver algo por la
gracia recibida: hará donación a Dios de este mismo hijo cuyo nacimiento se le
anuncia.
Una
mujer agradecida. En su felicidad no se olvida de dar gracias al Señor. ¡Y con
qué júbilo exultante y candoroso! "Oíd, oíd, las doce tribus de Israel:
Ana está amamantando!" Ella misma ignora cuán fausta es la nueva que está
anunciando a Israel y al mundo entero: "¡Ana está amamantando!"
Una
mujer abnegada, dispuesta a desprenderse de su hija para siempre; a privarse de
ella cuando sea preciso para darse a los demás. Así, dejando a la niña en su
cuna, se dedica a atender a sus invitados.
Abnegada,
pero no fría ni insensible. "Esperemos —le dice a su esposo—,
esperemos a que la pequeña cumpla tres años... No sea que vaya a tener añoranza
de nosotros..." Y en su voz temblorosa se adivina la añoranza que está ya
atenazando su propio corazón. La vena soterrada de la ternura asoma en estas tímidas
palabras de Ana. Y ésta es la pincelada definitiva, la que nos revela su alma
entera y nos la hace sentir muy cercana a nuestro corazón.
La
crítica moderna está de acuerdo en negar todo fundamento histórico al
episodio de la presentación de María al Templo. La costumbre, afirmada por los
apócrifos, según la cual los primogénitos, varones y hembras, pertenecían a
Dios y debían ser educados en el Templo hasta su pubertad, no existió, en
realidad, en Israel. Los primogénitos eran, en efecto, consagrados al Señor,
pero rescatados en el acto mediante una ofrenda. Los padres los tomaban de nuevo
consigo y eran educados en el seno del hogar. Claramente nos cuenta San Lucas cómo
se hizo con el Niño Jesús.
Así,
pues, Dios no pidió este sacrificio a la bendita madre de la Virgen María.
Pudo Ana guardar a su hija junto a sí, verla crecer sobre sus rodillas, tener
el gozo de educarla, disfrutar de su presencia hasta su muerte. Breve sería,
sin embargo, su felicidad: de los Evangelios se desprende que María era ya huérfana
en el momento de sus esponsales con José, hacia sus quince años.
Dios
no pidió a Ana el sacrificio de la separación. Pero le impuso otro sin duda
mayor: la dejó en una total ignorancia de su gloriosa misión. Si consideramos
la estricta sobriedad de las revelaciones hechas a la propia Madre del Salvador,
tendremos que dar por descontado que nunca supo Ana que su Hija era una criatura
única, excepcional; nunca supo qué Nieto iba a tener de Ella. No bajó un ángel
para revelarle el prodigio que se había realizado en su seno: la concepción
sin mancha del único ser humano exento del pecado de Adán (aparte Jesucristo,
Hombre-Dios).
La
separación física de su hija, unas leguas más o menos de distancia entre las
dos, habrían significado muy poco para Ana si, al dejarla en el Templo, la
hubiera sabido inmaculada, llena de gracia, futura Madre de Dios. Fue el
desconocimiento de estas grandezas lo que abrió lejanías insondables entre
madre e hija. Estar tan cerca del misterio, rozar ya los días tan suspirados de
la redención, ser ella misma una pieza tan importante en la precisión del
engranaje divino —¡abuela de Dios!— y no tener de ello conocimiento, ¿no
es acaso una privación mucho más dura que la impuesta a Moisés, al que se
permitió, por lo menos, entrever la Tierra Prometida en la que no iba a poder
entrar?
Ana
se convierte así en una figura singularmente atractiva, amable y consoladora
para cuantos, al trasponer el umbral de la vejez, se sienten de pronto invadidos
por la penosa impresión de haber vivido una vida inútil, carente de sentido.
Es entonces cuando puede ser alentador el recuerdo de Ana, de su vida obscura,
sin trascendencia aparente, en contraste con la altísima misión que estaba
cumpliendo sin saberlo. "¿Quién sabe a lo que uno está destinado?
—dice el padre Faber—. Nuestra misión es quizá lo contrario de cuanto
hemos pensado; porque las misiones son cosas divinas, ocultas por lo regular, y
se cumplen sin que tengamos conciencia de ellas," Así fue en el caso de
Ana.
Hay
almas tan completamente entregadas a Dios, tan fieles y tan sencillas, que la
Providencia sabe muy bien que puede disponer de ellas sin contar con su
consentimiento previo. Almas en estado de disponibilidad total: Dios no tiene
por qué molestarse en darles explicaciones. De las tales, Ana es una buena
muestra.
Bueno
es vivir ignorado de los demás, pero es mucho más seguro todavía ignorarse a
sí mismo. Que la santa abuela de Jesús nos haga comprender la segura belleza
de su obscuro camino.
DOLORES
GÜEL
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