Tomamos decisiones porque creemos que el futuro no está determinado y porque estamos seguros de que hay algo que depende de lo que hagamos o dejemos de hacer.
Decido, por ejemplo, estudiar, porque espero dar un paso en el camino del aprendizaje, en la comprensión de un ámbito del saber.
Decido ir a visitar a un amigo, porque sé que mi visita provocará alegría, pues mi amigo necesita apoyo en un momento difícil, o compartir un éxito de su vida profesional.
Decido contestar un mensaje entre los que hoy han llegado a mi pantalla. Sé que la respuesta llegará a otra persona, y confío en que lo escrito mejore un poco nuestras relaciones.
En lo grande o en lo pequeño, cada decisión muestra dimensiones de la libertad humana, capaz de intervenir en la serie de hechos que escriben la historia personal y la de las sociedades.
Por eso, antes de tomar una nueva decisión, siento la necesidad de pensar sobre lo que pueda ocurrir en el futuro, lo que iniciará en mi corazón y en la vida de quienes están cerca o lejos.
¿Qué quiero sembrar en el futuro de la historia? ¿Qué busco promover con esa decisión que en unos momentos empezará a hacerse concreta y dinámica?
Sé también que hay factores y sorpresas que rompen con todas las previsiones y provocan resultados jamás imaginados, hacia lo negativo o hacia lo positivo.
A pesar de que no todo está controlado, sigo tomando decisiones. Pido a Dios que me ayude a promover lo bueno, lo bello, lo justo; que me aleje del egoísmo y que me dé valor para vencer amenazas u obstáculos que podrían detenerme.
Pido, sobre todo, que el resultado que surja ante mis ojos, sea cual sea, nunca me quite la esperanza, sino que me haga más prudente en las decisiones futuras, y más dispuesto en cada momento a busca cómo amar a Dios y a los hermanos...
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