Queridos hermanos y hermanas ¡buenos
días!
Cuando se quiere evidenciar cómo los
elementos que componen una realidad están estrechamente unidos los unos a los
otros y forman juntos una sola cosa, se usa a menudo la imagen del cuerpo. A
partir del Apóstol Pablo, esta expresión ha sido aplicada a la Iglesia y ha
sido reconocida como su característica distintiva más profunda y más bella.
Entonces hoy queremos preguntarnos: ¿en
qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué es definida ‘cuerpo de
Cristo’?
En el libro de Ezequiel se describe
una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza
y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta una fila de huesos,
separados uno del otro y resecos. Un escenario desolador… Imagínense, todo un
valle lleno de huesos. Dios le pide entonces que invoque sobre ellos al
Espíritu. En aquel momento, los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a
unirse, sobre ellos crecen primero los nervios y luego la carne y se forma así
un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37, 1-14). ¡Ésta es la Iglesia!
Les encomiendo hoy, en casa, tomen
la Biblia, en el capítulo 37 del profeta Ezequiel, ¡no lo olviden! Y lean esto, ¡es
bellísimo! ¡Ésta es la Iglesia! Es una obra maestra, la obra maestra del
Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone
uno al lado del otro, uno al servicio y en apoyo del otro, haciendo así de
todos nosotros un cuerpo solo, edificado en la comunión y en el amor.
Pero la Iglesia no es solamente un
cuerpo edificado en el Espíritu: ¡la Iglesia es el cuerpo de Cristo! Un poco
extraño…pero es así. No se trata simplemente de un modo de decir: ¡lo somos
verdaderamente! ¡Es el gran don que recibimos el día de nuestro Bautismo! En el
sacramento del Bautismo, en efecto, Cristo nos hace suyos, recibiéndonos en el
corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por
nosotros, para hacernos luego resucitar con Él como nuevas creaturas.
¡Así nace la Iglesia, y así la
Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo! El Bautismo constituye un verdadero
renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une
íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del cual Él es la
cabeza (cfr. Rm 12,5; 1 Cor 12,12 – 13).
La que surge, entonces, es una
profunda comunión de amor. En este sentido, es iluminante como Pablo,
exhortando a los esposos a “amar a su mujer como a su propio cuerpo”, afirma:
“así hace Cristo por la iglesia, por nosotros que somos los miembros de su
cuerpo” (Ef 5,28-30).
Qué bueno si recordáramos más a
menudo lo que somos, lo que ha hecho de nosotros el Señor Jesús: somos su
cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede arrancar de Él y que Él recubre con
toda su pasión y todo su amor, así como un esposo con su esposa. Este
pensamiento, sin embargo, debe hacer surgir en nosotros el deseo de
corresponder al Señor y de compartir su amor entre nosotros, como miembros
vivos de su mismo cuerpo.
En los tiempos de Pablo, la
comunidad de Corinto encontraba muchas dificultades en este sentido, viviendo,
como con frecuencia también nosotros, la experiencia de las divisiones, de las
envidias, de las incomprensiones y de la marginación. Todas estas cosas no van
bien, porque, en lugar de construir y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de
Cristo, la fracturan en muchos pedazos, la desmiembran. Y esto también sucede
en nuestros días.
Pensemos en las comunidades
cristianas, en algunas parroquias, pensemos en nuestros barrios, cuántas
divisiones, cuántas envidias, cómo se habla mal, cuánta incomprensión y
marginación. ¿Y esto qué hace? Nos desmiembra entre nosotros. Es el inicio de
la guerra.
La guerra no comienza en el campo de
batalla: la guerra, las guerras comienzan en el corazón, con estas
incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha entre los demás.
Y esta comunidad de Corinto era así,
pero eran campeones de esto, ¿eh? El Apóstol dio a los Corintios algunos
consejos concretos que valen también para nosotros: no ser celosos, sino
apreciar en nuestras comunidades los dones y las cualidades de nuestros
hermanos. Pero…los celos: “aquel compró un coche”, y yo siento aquí celos;
“éste ganó la lotería”, y celos; “y ése hace bien esto”, otros celos. Y esto
desmiembra, hace mal, ¡no se debe hacer! Porque los celos crecen, crecen y
llenan el corazón. Y un corazón celoso, es un corazón ácido, un corazón que en
vez de sangre parece que tuviera vinagre. Y un corazón que nunca es feliz, es
un corazón que desmiembra a la comunidad. Pero, ¿qué tengo que hacer?
Apreciar en nuestra comunidad, los
dones y las cualidades de los otros, de nuestros hermanos. Cuando me pongo
celoso -porque todos nos ponemos, ¿eh? ¡Todos, todos somos pecadores, eh!-
Cuando me pongo celoso decirle al Señor: pero…gracias Señor porque has dado
esto a aquella persona.
Apreciar las cualidades y contra las
divisiones hacerse cercanos, y participar en el sufrimiento de los últimos y de
los más necesitados; expresar la propia gratitud a todos. Decir gracias: el
corazón que sabe decir gracias, es un corazón bueno, es un corazón noble. Es un
corazón que está contento porque sabe decir gracias.
Me pregunto, todos nosotros,
¿sabemos decir gracias siempre? Y…no siempre, ¿eh? Porque la envidia y los
celos nos frenan un poco. Y por último, éste es el consejo que el Apóstol Pablo
da a los corintios y que también debemos darnos nosotros, los unos a los otros:
no considerar a nadie superior a los demás. ¡Cuánta gente se siente superior a
los demás! También nosotros tantas veces decimos como aquel fariseo de la
parábola: “te agradezco Señor porque no soy como aquél, soy superior”. Pero
esto es feo, ¡no hacerlo nunca!
Y cuando tienes este pensamiento,
recuerda tus pecados, aquellos que nadie conoce, avergüénzate ante Dios y di:
“tú Señor, tú sabes quién es superior, yo cierro la boca”; ¡y esto hace bien! Y
siempre en la caridad considerarse miembros los unos de los otros, que viven y
se donan en beneficio de todos (cf. 1 Cor 12-14).
Queridos hermanos y hermanas, como
el profeta Ezequiel y como el Apóstol Pablo, también nosotros invoquemos al
Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a
vivir verdaderamente como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, pero una familia que es el cuerpo
de Cristo, y como signo visible y bello del amor de Cristo. Gracias.
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