Festividad del Corpus Christi, día de la Caridad (2 de Junio de 2013)
1.- Dios es Amor
“Dios es amor” nos dice S. Juan (1 Jn
4, 8). Como el ser y el obrar son inseparables en Dios, todas sus obras
son fruto de su amor infinito. Entre todas las criaturas, el hombre,
creado a su imagen y semejanza, es el objeto principal de su amor: “Mis
delicias están con los hijos de los hombres” (Prov 8, 31). Por
eso, habiendo perdido el hombre la relación con Dios a causa del pecado
original, y sufriendo por ello, como consecuencia, la muerte del alma,
Dios, por amor, se comprometió a salvarle a toda costa. S. Juan nos lo
dice así: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito,
para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Este amor incondicional y generoso ha de ser, pues, la norma de comportamiento para todo cristiano.
2.- La perfección del cristiano está en amar
A los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y manifestamos la voluntad de seguir a Jesucristo, nos ha dicho el Señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). La perfección de Dios se manifiesta en su amor: por eso, después de lavar los pies a sus discípulos, dice: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13, 15). Y en la reflexión que les ofrece después que Judas había salido para entregarle, añade: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (Jn 13, 34). Enseñándoles cómo debía ser ese amor, añade: “como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán que sois discípulos míos” (Jn 13, 34-35).
3.- La ley del amor es la ley de la Iglesia
La
ley del amor es la ley de la Iglesia fundada por Jesucristo. Cuando el
Señor envía a sus Apóstoles, fundamento de su Iglesia, para que
anunciaran el Reino de Dios, les dice: “El que os recibe a vosotros, me
recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado” (Mt
10, 40). La Iglesia ha de predicar siempre a Jesucristo en quien y por
quien se hace presente el Reino de Dios. Y Jesucristo es la expresión
plena del amor de Dios. Por tanto, la Iglesia, que es el Cuerpo de
Jesucristo y le tiene como Cabeza, no puede realizarse como tal si no
vive y predica el amor a Dios y el amor de Dios que no hace distinción
de personas. Por eso “toda la actividad de la Iglesia es una expresión
de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su
evangelización mediante la palabra y los sacramentos…y busca su
promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el
amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente
los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los
hombres”[1]. En consecuencia, la Iglesia no puede descuidar el servicio
de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra”[2].
“Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de
asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que
pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia
esencia”[3].
4.- La Iglesia es el sujeto de la caridad
La
caridad no es un ejercicio de la Iglesia reservado a algunos
especialmente capacitados y dedicados a este servicio. Es un deber de
todos y cada uno de los bautizados. El amor a Dios y al prójimo son
inseparables. Quien ama a Dios no puede olvidar el amor al prójimo;
ambos tienen su origen en Dios que nos ha amado primero y que nos ama
siempre. Por tanto, nuestro amor no es una imposición de Dios o un
precepto para mayor perfección. Es, sencillamente, una respuesta o una
correspondencia lógica y necesaria a Dios que nos ha amado primero[4].
En
razón de ello, podemos entender que en el reciente Motu proprio sobre
el servicio de la caridad[5], insista sobre lo que ya dijo Benedicto XVI
en la Encíclica “Deus Caritas est”: “todos los fieles tienen el
derecho y el deber de implicarse personalmente para vivir el mandamiento
nuevo que Cristo nos dejó, brindando al hombre contemporáneo no sólo
sustento material, sino también sosiego y cuidado del alma”[6] .
5.- La dimensión caritativa en la responsabilidad de los pastores
Por
todo ello, la promoción y orientación del ejercicio de la caridad es
responsabilidad del Obispo como Pastor de la Iglesia particular. Y, “en
la medida en que dichas actividades las promueva la propia Jerarquía, o
cuenten explícitamente con el apoyo de la autoridad de los Pastores, es
preciso garantizar que su gestión se lleve a cabo de acuerdo con las
exigencias de las enseñanzas de la Iglesia y con las intenciones de los
fieles”[7].
6.- Eucaristía y caridad
La Eucaristía, “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad”[8],
“nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de
modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su
entrega. Él nos atrae hacia sí”[9].
Por ello, la Eucaristía es la fuente de la verdadera caridad. “En la
Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada
hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el
servicio de la caridad para con el prójimo, que consiste justamente en
que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada y ni
siquiera conozco”[10].
Así
como el amor a Dios, especialmente cultivado en la Eucaristía, es el
motor del amor al prójimo, también es cierto que “el amor al prójimo es
un camino para encontrar a Dios. Cerrar los ojos ante el prójimo nos
convierte también en ciegos ante Dios[11].
La
Eucaristía, signo de unidad, es el fundamento y el alimento de la
comunidad eclesial. Por tanto, la caridad, que brota de la Eucaristía,
debe tener una dimensión eclesial, comunitaria; de tal modo que no quede
como un ejercicio particular sino como la colaboración de cada uno en
la obra de la Iglesia, sea a través de la parroquia, o de otra comunidad
cristiana. El espíritu de caridad alimentado en la Eucaristía nos
capacita para atender al prójimo (“cualquiera que tenga necesidad de mí y
que yo pueda ayudar”)[12], mirándole con los ojos de Cristo. Entonces
podemos descubrir sus necesidades reales y ofrecerle mucho más que cosas
externas necesarias. Podremos ofrecerle la mirada de amor que él
necesita[13]; la mirada de amor que merece Jesucristo. “En verdad os
digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis”[14].
7.- La íntima relación entre la fe y la caridad
En
el Año de la Fe, es muy oportuna la reflexión acerca del mandato del
amor fraterno, porque este no resulta plenamente lógico desde
perspectivas simplemente humanas. Sin fe no es posible descubrir en el
hermano doliente y necesitado, sea conocido o desconocido, amigo o
enemigo, agradable o desagradable, su esencial condición de imagen y
semejanza de Dios y, por tanto, el rostro de Jesucristo, varón de
dolores que se refleja en él y que merece toda nuestra atención.
La
caridad exige de nosotros una constante conversión que nos permita
vencer todo egoísmo y olvido de los demás, y asumir la entrega generosa
de lo que somos y tenemos. Pero este cambio sincero y profundo no es
posible si no es movido por la fe. Así nos lo enseña Benedicto XVI: “La
fe que actúa por el amor se convierte en un nuevo criterio de
pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre”[15].
Y, al mismo tiempo, “la fe crece cuando se vive como experiencia de un
amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo”[16].
La fe está en el origen de la vida eclesial; los fieles cristianos
movidos por la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración
de la Eucaristía ponían en común todos los bienes para atender las
necesidades de los hermanos[17].
Todo ello nos lleva a concluir que “la fe sin la caridad no da fruto, y
la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la
duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente. De modo que una permite a
la otra seguir su camino”[18].
Debemos aprovechar, pues, el Año de la Fe como una oportunidad providencial para intensificar el testimonio de la caridad.
8.- Tres incentivos para el ejercicio de la caridad
El
Año de la Fe, la celebración de la Eucaristía en la fiesta del Corpus
Christi, y el aniversario del Concilio Vaticano II, especialmente
explícito en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo, han
de constituir un motivo especial de reflexión, de conversión y de
proyectos personales y comunitarios ordenados al mejor ejercicio de la
caridad con los necesitados.
9.- Una llamada a servir a los pobres
Jesús
se ciñó la toalla, con humildad asumió el oficio de los esclavos y lavó
los pies de los apóstoles. Precioso icono que nos invita a acercarnos a
los hermanos más pobres, a los que sufren, a los más necesitados
despojándonos de toda riqueza, de toda actitud de suficiencia,
compartiendo con ellos lo que somos y tenemos. Sólo la solidaridad nos
ayudará a avanzar por caminos que den vida y esperanza a los hermanos
más pobres. Vivir sencillamente ayudará a que otros, sencillamente, puedan vivir, nos dice la campaña institucional de Caritas para este Año de la Fe.
Aprovechemos
la llamada de Dios a través de la Iglesia y la gracia que el Señor nos
ofrece constantemente para que avancemos en nuestra conversión rompiendo
con individualismos egoístas y abriendo el alma a la generosidad del
amor según el ejemplo de Jesucristo.
Escuchemos
el clamor de los que mueren de hambre en el Tercer Mundo, de los que
están en paro, de los mayores solos y de los enfermos, de los
desahuciados y víctimas de violencia, que sientan el amor y la cercanía
de todos nosotros a través de nuestro compromiso solidario.
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